No sé en qué momento abandoné la costumbre —que a los bibliófilos les pone la piel como esparto— de manchar los libros que compraba con mi nombre, la fecha y el lugar de adquisición. Ahora lo lamento. Sé que por las leyes de la bibliofilia ese acto deprecia el valor de un libro si no eres nadie —otra cosa es que el que mantuviera esa costumbre fuese Borges o Cernuda, claro: la fortuna que valen hoy los volúmenes, por insustanciales que sean, en los que uno u otro colocaban su nombre a falta de exlibris— y los libreros suelen, a la hora de...
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