Un mercado húmedo es, para un lector medio occidental, un lugar incomprensible. Un ciudadano de Nueva York o de Málaga ya no resistiría la experiencia de caminar sobre charcos de sangre y vísceras de animales recién sacrificados y despiezados, ni podría contemplar jaulas repletas de gatos o perros listos para su consumo, o ya asados para llevar a casa. Esos mercados, donde animales domésticos y salvajes comparten espacio con humanos, se han demostrado como un foco de enfermedades
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