Un domingo de la primavera de 1799, con apenas 12 años de edad, el imberbe Conrad Reed decidió salir a pescar en lugar de acompañar a la iglesia a su padre, un mercenario alemán que había desertado del Ejército británico y se había instalado en una granja de Carolina del Norte, en el este de EEUU. En el arroyo, fulgurando bajo el agua, el joven Conrad se encontró un pedrusco brillante de casi ocho kilogramos, con apariencia metálica.
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