Uno de los sirvientes clavó la estaca en la arena reseca. Tuvo que tumbarse para asegurarse de que la marca de profundidad estaba justo a ras del suelo. El otro esclavo sujetaba una plomada mientras el maestro, a unos pasos de distancia, observaba para asegurarse de que aquel palo apuntaba al cielo.
Esperarían hasta mediodía bajo el calor aplastante de Ra. Precisamente ese día, cuando más abrasaban sus rayos. La sombras menguaban con parsimonia. El esclavo de la plomada miraba preocupado: la medida no iba a ser la misma que en Alejandría y todo el trabajo habría sido una pérdida de tiempo. Con el sol en el cénit la sombra de la estaca finalmente desapareció. Se escondió, como encogida dentro de la madera. El esclavo de la plomada no entendió por qué el maestro Eratóstenes se alegró tanto de haber obtenido el peor resultado posible.