El avión temblaba. Las luces parpadeaban con un zumbido intermitente, y los gritos se entremezclaban con el estruendo de los motores forzados al límite. Julia miró por la ventanilla; la tierra se precipitaba hacia ellos como una verdad ineludible.
A su lado, un hombre de unos cincuenta años se ajustaba con calma el cinturón de seguridad. Tenía las manos firmes y los ojos serenos, como si hubiera esperado este momento toda su vida.
—Cuando se viaja en un avión que se va a estrellar, el cinturón no sirve de nada —murmuró Julia, con una sonrisa amarga.
El hombre giró la cabeza y la miró con una media sonrisa.
—Pero consuela —respondió, tirando un poco más de la correa hasta sentirla bien ajustada.
Julia dudó un instante, pero luego hizo lo mismo. Sintió la presión del cinturón contra su pecho y, de algún modo, la desesperación se disipó un poco. Afuera, el suelo se acercaba cada vez más.
Cerró los ojos y exhaló despacio. No podía cambiar el destino, pero sí cómo lo enfrentaba.
Y en ese instante, el silencio lo envolvió todo.