El anciano avanzó con pasos vacilantes hacia el muelle. La barca se balanceaba en la neblina, con el barquero inmóvil, la mano extendida.
—El pago —gruñó con voz grave.
El anciano buscó en sus bolsillos. El pago siempre había sido una moneda. Siempre.
—No es suficiente —dijo el barquero, señalando un cartel torcido, apenas visible entre la niebla.
Nuevas tarifas debido al déficit comercial y migración irregular
El anciano sintió un nudo en el pecho.
—Pero… yo… —balbuceó.
—La política ha cambiado —susurró el barquero, con una sonrisa amarga.
Sintió un tirón. Sus recuerdos, su vida, su ser… todo evaporándose. Solo quedaba deuda.
El barquero giró la barca y la empujó de vuelta a la orilla. No había tránsito sin pago. No había descanso sin capital. La orilla estaba llena de almas varadas, atrapadas en una deuda infinita. La eternidad, como todo, ya no era un derecho. Era un privilegio.
Era Aranceles, hermano menor de Aristóteles, un hombre libre de Tebas, bien conocido por su mente brillante. Sofisticado, moderno, inteligente y gran conversador, era un apasionado de todas las ciencias, las letras y las artes.
Sus cualidades cautivaban a muchos, reclamando sin descanso su presencia en foros públicos y fiestas privadas.
Pero si Aranceles tenía un defecto era precisamente ser demasiado consciente de su propio valor. Sabiéndose codiciado, decidió imponer una tarifa del 25% del jornal a quienes quisieran disfrutar de su compañía.
Al principio la idea fue aceptada de buen grado. Después de todo, la sabiduría tenía un precio, y nadie quería prescindir de un banquete amenizado por Aranceles. Pero poco a poco, uno a uno, sus amigos lo abandonaron, incluso los más íntimos, incapaces de aceptar la nueva naturaleza transaccional de su relación. Pronto, Aranceles quedó solo y en bancarrota afectiva.
No fue sorpresa para nadie que su primo Tratados se convirtiera en el nuevo epicentro de la vida social. Al fin y al cabo, su amistad era libre de impuestos y en sus conversaciones las ideas fluían sin tasas.
menéame