Al abrazarnos sólo rocé tu espalda y ya sabía que te habías entregado. Levantaste la barbilla y acaricié tu delgado cuello con mi nariz. Mi mano avanzaba por tu cuerpo. Primero te apartabas un poco, como si mis dedos te quemaran. «No finges: tu piel, erizada, te delata», me regodeaba. Jugué con tu impaciencia, despacio, besándote cada vez con más descaro. El dulce olor a gel de baño de tu piel comenzó a diluirse con el del sudor y las cascadas de placer que empezaban a empaparte. Mi lengua, resbaladiza, se encontró más humedad allí que la suya propia.
Solo nos besamos en la boca cuando, harta, te volviste salvaje. Me sentaste, te desvestiste y, acorralándome con tus muslos, me bailaste la canción de las olas insistentes que llegan una y otra vez a la orilla.