Uno de los sentimientos que todos percibimos en algún momento a lo largo de nuestra vida, es el de trascendencia. Intuir que formamos parte de algo más grande que nosotros y a lo que, de un modo u otro, estamos conectados.
Una de las veces que experimenté este sentimiento más intensamente, fue asistiendo a una misa nocturna bastante concurrida en una catedral muy hermosa y antigua. Más allá del sentimiento religioso, cala hondo el escuchar un canto que ha sido entonado innumerables veces a lo largo de los siglos por infinidad de personas que (al menos algunas de ellas) pusieron el corazón en él. Es como si ese canto conectase a los vivos con los que en el pasado lo entonaron. Como la oscuridad de la noche que se vuelve luz a través de las vidrieras.
Las cosas más importantes de la vida son difícilmente explicables con palabras, y otros lenguajes como el de la música pueden más idóneos para ello. Una de nuestras verdades más grandes e incontestables es que nacemos para elevarnos hasta el cielo todo lo que podamos. Es nuestra naturaleza y el único modo de encontrar plenitud.
Cada persona tiene un camino para ello, un mapa escrito en su corazón. Y apartarle de él es uno de los peores crímenes. Intentar que seamos quienes no somos para agradar a otros, es como pretender que un pez camine por la tierra, y tiene los mismos efectos destructivos.
Y supongo que el sentido de la vida es caminar con todas nuestras fuerzas para acercarnos cada vez más al cielo. Un cielo que, dependiendo de la persona, puede encontrarse en los ojos de otra a la que adora, en una cruz, una media luna, un instrumento musical, el conocimiento o las manos de sus semejantes. Un cielo que es distinto y a la vez el mismo para todos.