Prólogo de Alfred Rosmer
No nos viene por primera vez de España el relato de atrocidades, de torturas ejercidas contra los presos en las cárceles, de asesinatos realizados por policías ordinarios o por mercenarios especializados con vistas a la supresión sistemática de los militantes obreros. A lo largo de la dura lucha que los obreros sindicalistas revolucionarios y anarquistas llevaron a cabo contra la monarquía semifeudal y contra la Dictadura, la represión se desencadenó a menudo de forma tan bestial, las violencias cometidas con los presos eran tan feroces, las torturas tan sádicas que su revelación suscitaba la ira del proletariado de todos los países, indignaba a esa parte de la opinión liberal y democrática que se negaba a convertirse, con su silencio, en cómplice de los verdugos, y provocaba la formación de un movimiento de solidaridad tan potente a favor de las desdichadas víctimas que los verdugos clericales y monárquicos se veían en la obligación de abandonar su abominable actividad.
Pero es la primera vez que la misma represión, el mismo recurso a refinados métodos de tortura de los presos, el asesinato en España —en nombre de la defensa de la democracia, de la lucha contra el fascismo- de militantes obreros por unos asesinos profesionales se llevan a cabo ante la indiferencia o el silencio cómplice, cuando no con la aprobación abierta, de los representantes de esas mismas agrupaciones y organizaciones que antaño denunciaban los crímenes de los gobernantes y de sus agentes de ejecución.
Los hechos relatados en este documento ya son conocidos, si no en sus detalles más odiosos por lo menos en lo esencial, de cuantos han querido saber lo que acontecía realmente en España. Nadie ha negado su existencia ni nadie podría hacerlo. Por eso algunos desearían pasarlos en silencio. Hablar de ello sería servir a Franco v desconcertar a cuantos militan en las filas del bando antifascista.
Primero, se nos dice, hay que vencer a Franco. Pero, tras la victoria, habrá, entre los antifascistas victoriosos, un ajuste de cuentas y la Revolución seguirá entonces su marcha hacia adelante: ¿ ceguera voluntaria o traición de cuantos se han dejado corromper por el poder y no tienen ya confianza alguna en la clase obrera? ¿ Como imaginar, en efecto, que una represión que se dirige hacia un blanco tan claramente determinado y se lleva a cabo con implacable perseverancia, no sería sino un hecho secundario, aislado, que se quedaría al margen de la batalla general? Al contrario, es evidente que forma parte de la política deliberada del Gobierno republicano y que es el comentario más claro, la explicación más precisa de dicha política. Para demostración basta el simple relato de los acontecimientos que tuvieron lugar desde mayo de 1937.
Fueron los obreros anarquistas, socialistas y poumistas quienes, solos y casi sin armas, salvaron Madrid y Barcelona. Con las dos capi¬tales, se habría salvado el país entero si al Gobierno no le hubiera asustado el carácter socialista que tomó en seguida la defensa de la República. Los obreros no se abalanzaron contra las ametralladoras por amor a los jefes republicanos —que ya habían podido juzgar de 1931 a 1933- sino porque les animaba la fe revolucionaria. Fue una evidencia desde el principio que, esta vez, la lucha no enfren-taba a los impotentes demócratas con los generales rebeldes sino al socialismo con el fascismo. Los grandes explotadores, industriales y terratenientes, que no se hacen ilusiones, han pasado todos al bando franquista. Y Mussolini también lo entiende. Envía inmediatamente unos refuerzos, contribuye a asegurar un paso libre entre Marruecos y la España franquista, lo que le permite a Franco constituir esa fuerza de choque, legionarios y tropas marroquíes, sin la cual habría tenido que capitular rápidamente.
Pero, ¿ qué hacen las « grandes democracias »? En Francia, el Gobierno de Frente Popular adopta la política llamada de no intervención, de acuerdo con el Gobierno británico.
Y ¿que hace la otra « democracia », la estalinista? Mussolini envió aviones sin perder un momento. Stalin, en cambio, no dará al proletariado español, un mes más tarde, a mediados de agosto, más que el « consuelo moral » del primer « proceso de Moscú ». A finales de julio, se dedicaba por entero a montar ese primer proceso, con la ayuda de Iagoda, el « traidor » de 1938. Y hasta finales de septiembre, no enviará nada más a los obreros españoles, pobremente armados y equipados, en lucha contra un enemigo que progresa peligrosamente. En dicha fecha, no da sino que vende armas al Gobierno republicano. Y no lo hace sin poner condiciones: con las armas, hay que tomar también su política. Ésta consiste esencialmente en la liquidación más rápida posible de la revolución socialista. Para Stalin, en efecto, no estamos en España ante un combate decisivo entre el socialismo y el fascismo. Conviene esconder, antes de destruirlo por completo, todo lo que sea señal de una revolución socialista, no hablar más que de defensa de la democracia, trasladando el conflicto hacia el terreno del antihitlerismo, y por consiguiente alarmar a Francia y a Inglaterra, excitar el peor chauvinismo para forzar a ambos países a intervenir y transformar la gran batalla obrera en una pelea entre imperialismos rivales. Si existen importunos en España, hombres que obstaculizan esa liquidación, no habrá pues más remedio que suprimirlos, precisamente mediante el método que acaban de inaugurar en Moscú con el proceso montado en contra de los viejos bolcheviques. Para lo cual se ha mandado a España, junto a tanques y aviones, un personal especial. Está bajo la responsabilidad de Antonov-Ovseenko [*] —un « traidor », igualmente, si nos atenemos a las últimas noticias- nombrado cónsul general en Barcelona, ahí mismo donde los « importunos » son más numerosos, disponen de una fuerza obrera impo-nente y del prestigio adquirido con su actitud durante las heroicas jornadas del principio de la sublevación. Antonov da instrucciones, mueve a sus agentes: se está constituyendo un Estado en el Estado en toda la España republicana -muy particularmente en Barcelona y Cataluña— , con su policía, sus cárceles, sus verdugos, que actúa cual dueño absoluto, al margen de la policía y de las autoridades regulares. Son esos personajes a los que vemos obrar en los testimonios aquí referidos, torturando a hombres y mujeres, después de raptar y hacer desaparecer a Berneri, Barbieri, Andrés Nin, Kurt Landau, Marc Rhein-Abramovich, Erwin Wolf, Freund-Moulin y muchos más, menos conocidos, anarquistas, poumistas, socialistas, miembros de la IV Internacional, militantes que vinieron de todas partes para luchar junto a los obreros españoles, revolucionarios a toda prueba, antifascistas más dignos de fe que el señor Azaña.
Esos crímenes, ¿ han impedido acaso el avance regular de las tropas de Franco? Muy al contrario, ¿quién no ve el evidente paralelismo entre la realización de dichos crímenes y los éxitos repetidos del enemigo, instalado hoy en la misma Cataluña, lo cual hubiera sido considerado por cualquiera, en los primeros meses de la revolución, como una hipótesis absurda? Por cierto que ha habido traiciones, pero no donde los estalinistas pretenden hallarlas sino entre sus propios aliados y sus propias tropas: unos generales republica-nos se han pasado al bando franquista, unos ministros estalinistas huyeron ante el enemigo en los momentos más críticos, etc. La Quinta Columna no es un mito, pero los traidores y espías que la componen siguen libres y pueden actuar impunemente: la policía republicana no los descubre nunca —cuando no los encubre— y la policía estalinista no busca más que a los revolucionarios.
Stalin vendió armas a la España republicana, pero trajo también la desmoralización entre los obreros y campesinos del país. Muchos de ellos le estuvieron agradecidos, al principio, a la Unión Soviética por el apoyo que les prestaba, pero no podían entender que la entrega de armas conllevara como condición primera el abandono de la revolución socialista que, de hecho, ya se había llevado a cabo. La desmoralización y la pasividad se han extendido al proletariado de todos los demás países. Así es como la Federación de Ferroviarios, dirigida por estalinistas, se limita a mirar pasar los trenes de municiones que sus afiliados le llevan a Franco, satisfecha, al parecer, de poder notar irónicamente: « ¡ Qué cosa más bella es la no-intervención! ». La burguesía, incluso la democrática, no se sale de su papel cuando interviene en contra de una revolución socialista. Fue lo que hizo contra la Rusia soviética, contra la Hungría soviética, contra la revolución alemana. No hay nada sorprendente en ello. Pero cuando los representantes de las grandes organizaciones obreras se contentan con unas platónicas protestas contra la no intervención sin llamar a los obreros a la acción directa o cuando le piden al Gobierno que se preocupe por el « interés francés », se ve muy a las claras quien ayuda a Franco de veras. Esa actitud, verdaderamente traicionera, es el fruto venenoso de la política estalinista, una política derrotista, a la que se añade, hoy día, el asesinato de militantes fieles a sus ideales revolucionarios. Las páginas que siguen aportan nuevas pruebas de ello. Quien quiera contribuir a la victoria del antifascismo no debe callarse la boca.
París, 1938
[*] Vladimir Aleksandrovitch Antonov-Ovseenko (1883-1939). Socialista menchevique antes de la revolución de 1917. Participó en la toma del Palacio de Invierno durante el levantamiento bolchevique de Octubre y en los primeros pasos del Ejército Rojo. Durante los años veinte suscribió la Declaración de los 46 y formó parte de la Oposición de Izquierdas hasta 1928. Después de la misión en España fue llamado por Stalin de regreso a la URSS en 1937 y ejecutado en una purga en 1939.