La doctora había firmado su defunción. Marta, la hija, insistía en que las manchas en la boca eran de un yogurt de chocolate que le había dado la noche anterior. La doctora, con ese rictus profesional y comprensivo le dijo que era sangre seca, que no se preocupara que había fallecido durmiento. Carlos, el hijo mayor, entró en tromba en el dormitorio, trajeado y con la actitud del que controla todo en una ficticia sala de guerra, cogió un espejo y se lo puso en la boca queriendo comprobar que no respiraba. Maldijo, se dio la vuelta y salió al pasillo. Intentó encender un cigarrillo, nervioso, temblando, pero al ver las botellas de oxígeno que había estado usando su padre durante meses, cambió de idea y salió al porche gesticulando como si algún empleado suyo le hubiera fallado. Al poco llegó Claudia, la hija menor, y sin mediar palabra le dio un beso en la frente a su padre yaciente.
-Está muy frío -dijo al aire intentando arropar un poco más el cadáver de su padre en la cama. Una lágrima perdida se escapó de los ojos de Marta.